En las últimas semanas de 2016 estuve leyendo documentos de 1860. Corría el amargo período en que un hombre podía poseer, comprar y vender la vida de otro. Estaba por comenzar la guerra civil norteamericana. Como es sabido, ese conflicto enfrentó a los estados del norte, donde la esclavitud no era válida, contra los del sur, donde las cadenas, la explotación y el maltrato eran el pan de cada día para millones de personas. Puesto en papel así, rápido y mal, podría parecer sencillo obtener la libertad: bastaba fugarse y huir al norte. Pero no era tan fácil: un esclavo prófugo podía ser perseguido por sus amos incluso en los estados del norte, además de que abundaban los delatores y los cazadores de recompensas.
En alguna de sus novelas, Mark Twain recreó la atmósfera que se respiraba en los estados del sur. Unos siameses extranjeros arriban a un pueblo, y ante sus intentos de encajar en la comunidad, se ganan la animadversión de los poderosos. Twain imagina que el pueblo está a punto de celebrar elecciones y que el candidato conservador dedica su cierre de campaña a discursear sobre los riesgos que acarrean ese par de extranjeros a quienes llama "fenómenos" y "escoria". Humillados y temerosos, los hermanos evitan el contacto con la gente y salen sólo de noche, cuando las calles están desiertas.
Tanto la historia de los gemelos como la novela de Twain dan cuenta de uno de los problemas más arraigados de nuestras sociedades: la intolerancia. En este caso, intolerancia fomentada y legitimada jurídicamente desde el Estado. Pero nunca es sencillo desmantelar una estructura que procura privilegios a unos cuantos. Una vez abolida la esclavitud en los Estados Unidos, vinieron los tiempos en que, bajo el lema "separados, pero iguales", las leyes procuraban la segregación racial, poniendo en desventaja económica y educativa a los grupos étnicos no blancos. Si bien el Estado garantizaba la libertad de todos los ciudadanos, esa libertad estaba muy acotada por una legislación sesgada que llegó a ser conocida por el sobrenombre de "Jim Crow". Adelantado a su tiempo, Twain llamó a esos privilegios "ficciones de la ley y la costumbre". Debido a esas leyes, hasta bien entrado el siglo XX en varios estados de la unión americana el matrimonio (o la simple cohabitación) de parejas interraciales era castigado con diez años de prisión y multas de hasta mil dólares. Debido a estas leyes, un aspirante de color debía hacer el doble de horas de práctica que uno blanco si quería entrar en la fuerza aérea. Debido a esas leyes, había escuelas exclusivas para estudiantes blancos y otras para estudiantes de color, y no estaba permitido intercambiar libros entre estudiantes de diferentes grupos raciales. Debido a esas leyes, las mesas los restaurantes estaban reservadas a clientes blancos, mientras los de color sólo tenían derecho a comprar alimentos "para llevar" y a esperarlos de pie, muchas veces en la puerta de servicio. Debido a esas leyes, las máquinas expendedoras de Coca cola tenían dos caras: una para blancos, en donde cada bebida costaba cinco centavos, y otra para gente de color, donde la misma bebida costaba el doble.
Tras una larga lucha que costó no pocas vidas, a finales de los años sesenta del siglo pasado los ciudadanos de color lograron que sus derechos fuesen plenamente reconocidos por la ley. Carolina del Norte fue sitio clave, pues allí comenzó la cadena de protestas no-violentas conocidas como sit-ins, manifestaciones que rápidamente se extendieron por todo el sur de los Estados Unidos. Dichas protestas comenzaron el 1 de febrero de 1959, cuando cuatro estudiantes afroamericanos entraron en la cafetería Woolworth de Greensboro y se sentaron en la barra, gesto absolutamente prohibido a los de piel oscura. Tras soportar amenazas y vejaciones, los estudiantes prometieron volver al día siguiente, pero ya no eran cuatro, sino veinticinco, y dos días después, ochenta. Con el paso de los días las manifestaciones se fueron replicando hasta culminar en la gran marcha por la libertad y el trabajo, llevada a cabo en Washington el 28 de agosto de 1963. Con más de 250,000 participantes, es la manifestación más larga que haya tenido lugar en la capital norteamericana, y la primera en tener cobertura por televisión.